viernes, 28 de marzo de 2003

© The Independent, artículo publicado el 23 de enero de 2003 por Robert Fisk, periodista irlandés.
Traducción: Gabriela Fonseca
Artículo publicado en el diario mexicano "La Jornada" el 18 de febrero de 2003


En el camino a Basora, la televisora ITV filmaba perros salvajes que destrozaban cadáveres de iraquíes. A cada rato, una de estas bestias hambrientas arrancaba delante de nosotros un brazo en estado de descomposición y se echaba a correr con él por el desierto: los dedos muertos dejaban surcos en la arena, los restos de una manga quemada ondeaban al aire.

"Sólo para documentarlo", me dijo el camarógrafo. Claro. Porque ITV jamás mostraría tales imágenes. Las cosas que veíamos -la inmundicia y obscenidad de los cadáveres- no puede mostrarse. En primer lugar porque no sería "apropiado" enseñar esta realidad por televisión a la hora del desayuno. En segundo lugar, porque si la televisión la mostrara nadie volvería jamás a respaldar la guerra.

Esto ocurrió en 1991. La "carretera de la muerte", llamaban entonces a ese camino. Pero había otra vía paralela que era una "carretera de la muerte" mucho peor, unos kilómetros al este, y que fue cortesía de la fuerza aérea estadunidense, pero nadie la filmó. La única imagen que hubo de estos horrores fue la fotografía de un iraquí carbonizado dentro de su camión. Cuando finalmente se publicó esa fotografía, se volvió una especie de ícono, pues representaba exactamente lo que habíamos visto.

Para que las bajas iraquíes aparecieran en televisión durante esa guerra del Golfo -ya que hubo otro conflicto entre 1980 y 1988, y un tercero está en preparación- era necesario que hubieran muerto cuidando caer románticamente de espaldas, con una mano cubriendo el rostro destruido. Como en esas pinturas de la Primera Guerra Mundial de los británicos muertos en el campo de batalla, los iraquíes debían morir de forma benigna y sin heridas evidentes, sin ningún tipo de miseria, sin rastro de mierda, moco o sangre coagulada, si querían aparecer en los noticiarios matutinos.

Siento rabia hacia esta artimaña. En Qaa, en 1996, cuando los israelíes bombardearon durante 17 minutos a refugiados que estaban dentro de un complejo de la Organización de Naciones Unidas, y mataron a 106 personas, más de la mitad niños, me topé con una joven que abrazaba a un hombre de mediana edad. Estaba muerto. "Mi padre, mi padre", lloraba abrazando su cara. No tenía uno de los brazos ni una pierna. Los israelíes habían usado bombas de proximidad que producen amputaciones. Pero cuando esta escena llegó a las pantallas de televisión europeas y estadunidenses la cámara hizo un acercamiento sobre la cara de la muchacha y del muerto. Las amputaciones no fueron mostradas. La causa de la muerte fue borrada en aras del buen gusto. Era como si el hombre hubiera muerto de cansancio; con la cabeza apoyada sobre el hombro de su hija para morir en paz.

Hoy, cuando escucho las amenazas de George W. Bush contra Irak y las estridentes advertencias moralistas de Tony Blair me pregunto: ¿qué saben de esta terrible realidad? ¿Acaso George, quien declinó servir a su país en Vietnam, tiene alguna idea de cómo huelen los cadáveres? ¿Tiene Tony alguna pálida noción de cómo son las moscas, esos insectos grandes y azules que se alimentan de los muertos en Medio Oriente, y que se te paran en la cara o en la libreta?

Los soldados sí lo saben. Recuerdo a un militar británico que pidió prestado el teléfono satelital de la BBC tras la liberación de Kuwait, en 1991. Le habló a su familia en Inglaterra mientras yo lo observaba detenidamente. "He visto cosas horribles", dijo, y después tuvo un colapso nervioso; lloraba y temblaba, soltó el teléfono, que se quedó colgando de su mano. ¿Tendría su familia idea de lo que decía? No lo habrían entendido viendo la televisión.

Esto es lo que cabe esperar ante el prospecto de la guerra. Nuestra gloriosa y patriótica población -aunque sólo cerca de 20 por ciento respalde la actual locura iraquí- ha estado siempre protegida de la realidad de las muertes violentas. Pero yo estoy muy sorprendido por el número de cartas que recibo de veteranos de la Segunda Guerra Mundial, hombres y mujeres, todos opuestos a esta nueva guerra iraquí, y que comparten conmigo sus inalienables recuerdos de miembros destrozados y sufrimientos.

Recuerdo a un iraní herido, con un trozo de hierro incrustado en la frente, que aullaba como animal -que desde luego, eso es lo que todos somos- antes de morir; a un niño palestino que simplemente se derrumbó delante de mí cuando un soldado israelí le disparó a matar -deliberada y fríamente, con intención asesina- porque arrojó una piedra.

Y recuerdo a una israelí con la pata de una mesa clavada en el abdomen afuera de la pizzería Sbarro de Jerusalén, después de que un atacante palestino decidió ejecutar a las familias que allí comían. También están los montones de iraquíes muertos en la batalla de Dezful, en la guerra Irán-Irak. La pestilencia de esos cadáveres invadió nuestro helicóptero hasta que vomitamos. Y también recuerdo, en Argelia, al joven que me mostró el rastro negro y grueso que dejó la sangre de su hija cuando "islamitas" armados la degollaron.

Pero George W. Bush, Tony Blair, Dick Cheney, Jack Straw y todos los demás guerreritos que nos están empujando torpemente hacia la guerra no tienen que pensar en estas viles imágenes. Para ellos todo es "bombardeos quirúrgicos", "daños colaterales" y todos los demás ejemplos de la mendicidad lingüística propia de la guerra.

Vamos a tener una guerra justa, vamos a liberar al pueblo de Irak -obviamente también mataremos a parte de él- y vamos a darle democracia y a proteger su riqueza petrolera. Fingiremos que hay juicios por crímenes de guerra y vamos a ser siempre muy morales; veremos por televisión a nuestros "expertos" en defensa en sus trincheras sin sangre y escucharemos sus asombrosos conocimientos sobre armas que arrancan cabezas.

Ahora que lo pienso, recuerdo también la cabeza de un refugiado albano, rebanada limpiamente por los estadunidenses cuando bombardearon -por accidente, claro está- un convoy de refugiados en Kosovo, en 1999. Pensaron que se trataba de una unidad militar serbia. La cabeza barbada yacía en el pasto crecido, con los ojos abiertos; parecía haber sido cortada por un verdugo de los Tudor.
Meses más tarde me enteré de su nombre y hablé con una muchacha que había sido golpeada por la cabeza cercenada durante el bombardeo estadunidense. Fue ella quien respetuosamente dejó la cabeza sobre el pasto, donde la encontré. La Organización del Tratado del Atlántico Norte, por supuesto, no le pidió perdón a la familia del hombre ni tampoco a la muchacha. Nadie pide perdón después de una guerra. Nadie admite la verdad. Nadie muestra lo que nosotros vemos. Por eso nuestros líderes y superiores pueden todavía convencernos de que vayamos a la guerra.

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